ENERO 2015.
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Nieves tiene un don especial cuando sale a la pista de
baile. Todos la miran. En sus ojos hay un destello especial, como los reflejos
intermitentes que provienen de la bola de cristales que gira en el techo. Su
mirada tranquila, llana. Tiene una sonrisa de naturaleza abierta, sincera, sin
temor a enseñar el contenido de su boca, unos dientes nacarados bien formados,
algo ceñidos los anteriores, y los colmillos grandes y sobresalientes. Los
perdió en una apuesta. No es que se apostara los dientes, pero Nieves siempre
fue atrevida, a veces incluso bruta, y se unía a las pandillas de chicos, que
siempre elegían juegos para medir su fuerza y valentía, mientras las otras
chicas empezaban a asumir roles de organización doméstica. Así que no dudó ni
un segundo, cuando uno de los chavales le insinuó si sería capaz de trepar por
el olmo de la plaza hasta alcanzar un gran nido de mirlos, del que se decía que
en su interior en lugar de los mirlos se habían instalado unas extrañas aves
nocturnas que gritaban como un violín desafinado. Nieves trepó sin dificultad,
pero cuando alcanzó la rama que lo sostenía, esta se quebró y ella cedió a la
gravedad; bajó trastabillando hasta alcanzar el suelo. Magullada, se levantó
con entereza ante los chicos que observaban como estatuas, y echando sangre por
la boca y sin decir nada, volvió a subir, y colocó el nido vacío en otra rama.
De aquella mella a destiempo, los nuevos colmillos tuvieron más espacio y se
desplazaron y crecieron hacia el centro. Tuvo una infancia algo atípica, nunca
jugó con muñecas, casitas o a cantar canciones saltando la comba. Y apenas tuvo
tiempo de ser adolescente. A los dieciséis le nació su primer hijo. A los
veinte el segundo. Y ahora que tiene cuarenta, cuando baila, se siente
agradecida de la vida, y del paso del tiempo que le ha dado de nuevo esa
oportunidad de sentirse joven y viva. Su delgadez y su cuerpo de niña son
envidia de algunas de sus amigas, y cuando canta Cher, se contonea y mira
fijamente a su marido en el estribillo, y canta "Do you believe in life
after love…" A él no le gusta bailar. Y a ella no le gusta el fútbol. Ella
lo acompaña a los partidos, y él a la disco, pero se queda en un rincón en la
penumbra, y sólo observa entre las sombras. Nieves no come mucho, y se mantiene
en su constitución delgaducha y de apariencia quebradiza, pero se mueve con
gracia, abre los brazos y los eleva hacia el cielo, estira los dedos, y deja
que la camiseta muestre su cinturilla y el abdomen muy por encima del ombligo.
Lleva unos vaqueros bajos, ajustados a la cadera, que permiten entrever un
tatuaje reciente al final de la espalda. Es una flor atrompetada, que cuelga
como un farolillo amarillo de un tallo largo y estrecho que se pierde bajo el
pantalón. No siempre fue así. Durante los embarazos ganó mucho peso, se
abandonó a favor de los niños y lo doméstico, dejó que su cuerpo se deformara
sin notarlo, no le quedaba tiempo de mirarse al espejo, de mirarse de verdad,
entre comidas, colegios, deberes, la casa, la compra… todo lo hacía ella, de
todo se ocupaba ella. Su vida se había convertido en una prolongación de la
vida de los demás. Se hace difícil mirarse y no encontrarse, pero ella vivía en
la ignorancia de si misma, pensaba que aquello era la vida que le había tocado,
que esa era su función, su papel.
A medida que sus hijos rozaban la independencia, Nieves encontró su segunda adolescencia, intentando recobrar su vida, y su marido, Carlos, se siente como un león enjaulado, una fiera sin argumentos que empuja su quebradiza impotencia de un lado a otro entre los barrotes. Cuando tres horas después salen del local, Nieves y sus amigas sonríen y no paran de hablar y rememorar los acontecimientos de la noche que las han hecho disfrutar. La música, el baile, las miradas de un desconocido, los efectos del alcohol en la sangre. Lejos del orgullo, su marido siente la rabia, los celos, ansía llegar a casa y ver a su mujer como siempre, atrapada en lo doméstico, lejos de la influencia de sus venenosas amigas a las que considera culpables de la decadencia de su matrimonio. Permanece callado mientras conduce y ella aún tararea la última canción y tamborilea con los dedos en el salpicadero. El ambientador no es suficiente para contrarrestar el olor a tabaco, sudor y alcohol. No debió dejarse recomendar por aquella mujer obesa del supermercado. Había tantos modelos. Preguntó a la primera empleada que vio, y le indicó el que tenía forma de pino. El arbolito colgado del retrovisor se zarandeaba con los baches del camino. Debió haber cogido otro de aroma a limón. Huele a sexo, susurró él con absoluto desprecio. El que no tendrás esta noche, contestó ella con una sonrisa afónica y nítida. Comment Form is loading comments...
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FEBRERO 2015.
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Tiene dieciocho años, y es la primera vez que lo intenta.
No fue difícil. Sus padres cenaban fuera, llegarían tarde. Todo el día estuvo aparentando un humor jovial, tranquilidad, bienestar; compartió con su madre las tareas domésticas del sábado, ordenó su dormitorio, sacó los libros de química de la estantería y limpió el polvo, compartieron una cerveza mientras charlaban y preparaban una gran ensalada y aperitivos variados, hasta que llegó su padre. Comieron en la cocina, ellos a un lado de la barra y ella al otro, como si estuvieran en un bar, les dijo, y que ella les serviría lo que pidieran. La sangre se cuela por los vendajes, y rezuma como zumo en lentas gotas que resbalan hasta los dedos de las manos y golpean sin ruido en el suelo frío, azul. Son las cuatro y media. No es necesaria la sirena, sólo la velocidad. Comprimo más. Hasta que se queja de dolor y me maldice. Es buena señal, aún le queda consciencia suficiente para odiarme. Pasó casi toda la tarde en su dormitorio, puso música, entró un rato en un chat, y cuando se aburrió se echó sobre la cama. Sus padres hicieron el amor en el sofá, rápido y sin desnudarse más de lo imprescindible; después se durmieron cuando Tom Wingo conoce a Susan Lowenstein, y despertaron tras la despedida, de nuevo con Tom en la escena, conduciendo por el puente de Charleston, de regreso a su seguro y aburrido mundo. “…y regresé a mi hogar sureño y a mi vida sureña, y es en presencia de mi mujer y de mis hijas cuando tomo conciencia de mi vida, de mi destino. Soy profesor, entrenador, y un hombre muy querido y eso es más que suficiente. En New York aprendí que necesitaba querer a mi madre y a mi padre con toda su defectuosa y escandalosa humanidad y que en las familias, no hay delitos que sobrepasen el perdón. Pero es el misterio de la vida lo que ahora me intriga, y miro hacia el norte, y vuelvo a pensar que ojalá repartieran dos vidas a cada hombre, y a cada mujer…” Durante unos minutos cada uno pensó en aquellas veces que habían sentido ese mismo deseo y se conformaron con vivir en el lado más cómodo. Se preguntaron por la niña y ella subió a verla. Dormía. Las calles están vacías. Salimos del pueblo sigilosos como ladrones, apagadas las luces del techo con la justa discreción para que nadie sospeche de algo inusual que quiebre la monotonía y el sueño de los vecinos. Tomamos la autovía en dirección al hospital. Son veinte kilómetros de interminable noche. El cielo está cubierto, ha llovido intensamente hasta hace poco rato. Los minutos se alargan con la prisa. Hay un silencio extraño cuando entre la vida y la muerte, se vislumbra un estrecho espacio de incertidumbre. Por un brazo le entra la vida, gota a gota, y por las venas del otro se le escapa roja, líquida y somnolienta. Tiene dos cortes verticales en la flexura del brazo. Bajó del dormitorio saltando de dos en dos las escaleras y gritando que tenía hambre. Preparó tostadas y leche fría con cacao. Mientras lo removía en la taza, miraba a sus padres; él leía el periódico, había cedido a la vejez, llevaba las nuevas gafas. Ella, su madre, veía en la televisión un concurso de repuestas millonarias. Echó una ojeada al salón, a los objetos, los adornos, los trofeos de ajedrez de su padre, los óleos de su madre, las fotografías, la vida a través de los recuerdos. Sintió miedo. Pero la decisión estaba tomada hacía tiempo. Sólo esperaba el momento oportuno y había llegado. Subió de nuevo a la habitación y puso en el buscador: “como cortarse las venas para morir”. Había entrado decenas de veces en ese blog. Se había inscrito con el nick “lavidasinmi” y tenía un grupito de “amigos” con las mismas inquietudes y con los que se escribía mensajes a diario. Relataban sus experiencias, sus intentos, qué habían sentido, cómo lo habían hecho. Algunos dejaban de escribir un día, y los demás se emocionaban porque imaginaban que eso era una inequívoca señal de que lo había conseguido. Tenían por norma no intercambiar fotos, ni transmitir por cámara Web. Sólo eran palabras tras un monitor. Las luces brillan en el asfalto mojado. Las calles de la ciudad están muertas, vacías. En la entrada del hospital un grupo de jóvenes ríen y gesticulan exageradamente. Al bajar la camilla la chica gruñe, balbucea quiero morir, dejadme morir. Se la llevan por los pasillos blancos hasta el quirófano del fondo. Otro joven sale con un vendaje en la cabeza, y sus amigos de la entrada le aplauden. Comment Form is loading comments...
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MARZO 2015.
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ABRIL 2015.
Salió a la calle después del café
aparentando la normalidad de lo cotidiano. Aunque no podía evitar una sonrisa
leve entremezclada con el frío nervioso y el miedo de la duda. No estaba
convencida de que lo que estaba haciendo era lo correcto, pero algo la empujaba
y ni quería preguntarse el qué. Quizá había sido su forma de expresarlo todo,
su cuidado al escribir, o las palabras, que las usaba como si fueran caricias,
con un mimo enamoradizo, y con una claridad de pensamiento que revelaba alguien
diferente y especial tras el monitor. O quizá simplemente pensó que podría
poner a alguien más en su vida, porque la vida es demasiado corta para querer a
una sola persona. No tenía ni la más remota idea del aspecto que tendría, y por
más que alguien intente describirse, sólo se puede alcanzar una leve idea
general, siempre que además sus escritos no fueran más que una cueva llena de
mentiras. A pesar de ello, aquella mañana despertó antes de que sonara el
reloj, y sin la pereza de otros días se levantó con la convicción de acudir: a
las seis menos cuarto en la puerta del cine. Ya habían hecho la elección, una
película que llevara días en cartelera y tuviera poco éxito, para asegurarse poca
gente en la sala. Además
entrarían cuando ya estuvieran las luces apagadas para minimizar el riesgo de
ser vistos. La mañana transcurrió sin prisas; en la oficina, varias veces le insinuaron que la notaban algo rara,
ausente. Fingió dolor de cabeza. En realidad, no dejaba de darle vueltas al
asunto de la cita a ciegas, y estaba nerviosa y temblaba como un flan. Había
planificado y organizado todas las excusas para tener la tarde libre.
Supuestamente iría de compras a la ciudad y no podía llevar a la niña, su
marido estaría trabajando, y su madre encantada de consentir a la nieta.
Se miró en el espejo retrovisor. Recolocó un mechón de pelo por encima del hombro y arrancó el motor. Sintió el estómago encogido, aún tenía media hora de carretera, intentó tranquilizarse e introdujo en la ranura un disco de Rosario. Sintió miedo. Aunque pensaba que lo peor que podría suceder, era que el tío fuera un macarra, o apareciera vestido de negro y clavado de piercing; claro que, eso no sería nada si se trataba de un psicópata. Apartó esos pensamientos y se unió a la voz de la cantante… “Y quisiera dar lo que hay en mi, todo a cambio de una amistad. Y soñar, y vivir, y olvidar el rencor y cantar, y reír, y sentir sólo amor…” Cuando llegó a casa, su marido la estaba esperando para comer juntos. Tras dos cucharadas apartó el plato, y mantuvo unos segundos las manos apretando y masajeándose las sienes y la frente. Le preguntó si le dolía la cabeza y asintió, añadió que llevaba así toda la mañana. Antes de marcharse le dejó sobre la mesa unas pastillas, le aconsejó que se las tomara y le dio un beso rápido en la mejilla. Se asomó tímidamente tras la ventana para asegurarse que se llevaba el Twingo, él la descubrió y le lanzó un beso. Respiró profundo y cuando lo vio alejarse, se metió en el dormitorio. Se desnudó. Se miró en el espejo. Pensó que era bonita, que no habría problema con eso; ella, siempre había despertado el interés de los chicos, pero no había conocido más hombre que su marido. Preparó todo lo que se iba a poner sobre la cama, incluso la ropa interior. Estrenaría un pantalón vaquero, de color blanco, algo ajustado, y una camiseta sin mangas, juvenil, rosa pálido, zapatos blancos con discreto tacón. Se fue a la ducha. Salió a los pocos minutos con una toalla anudada bajo las axilas. Se vistió, volvió a mirarse en el espejo, y metió lo imprescindible en un bolso pequeño también de color rosa. Era mayo. Hacía calor. Se tomó un café con hielo, algo cargado, en la cocina. Regresó al baño, se lavó los dientes, unos últimos retoques de maquillaje, un poco más de perfume y salió sigilosa, con las mariposas revoloteando en el estómago. Llegó cinco minutos antes de la hora acordada. Permaneció en el coche muy atenta. De nuevo la asaltaron las dudas y los miedos. Empezó a pensar excusas para un hipotético encuentro con alguna persona conocida, y en el peligro que podría suponer; esto la hizo sentirse desgraciada, y atada a tener que dar explicaciones y rendir cuentas de su vida, por no tener ni un momento de intimidad, tiempo para ella misma, tiempo para ser libre. Fijaba la mirada en todos los hombres que pasaban. Le había dicho que era alto, que tenía una barba rala, como sin afeitar de varios días. También le había explicado el modelo de coche que llevaría. Decidió salir. Dejó la puerta entreabierta y se situó a un lado. Descubrió un coche aparcando a unos metros en ese momento, rojo manzana. Tembló. Sentía el corazón galopando en el pecho, los pies fríos, las manos sudorosas, la boca seca y mucha sed, la sensación de estar a punto de cometer un delito mayor… pero también se hallaba subyugada a una necesidad imperiosa de conocer al dueño de aquellas palabras que la habían hechizado, con el que había compartido tantos ratos silenciosos y secretos, noches enteras cada uno a un lado de un teclado, frente a frente pero sin verse, tan cerca, casi como en un beso, y tan lejos cuando apagaban el ordenador. No se echaría atrás en el último momento. Fue directa hacia él. Le hizo un gesto con la mano para que saliese del coche. Dos besos. Ninguno de los dos tenía aspecto de psicópata asesino. Respiraron hondo. Sonrieron. Sin decir nada, él compró los tickets, ella lo esperó en la entrada. Se perdieron entre las sombras de la sala. Comment Form is loading comments...
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