La vida es un laberinto de senderos que tejen los sueños.
Abajo la gente es un hormiguero atestado y confuso.
Por encima de los dos mil metros de altitud, el paisaje se endurece. La roca se vuelve protagonista, con sus afilados dientes muerde las botas en cada paso. Pero en la montaña te sientes distinto al resto. Más solo, más aislado, más tú. A dos mil quinientos, hasta el aire parece huir. Respirar se convierte en un acto consciente y acelerado, los latidos tamborilean en el pecho, hay aquí una frontera etérea, imprecisa, la del mal de altura. Cuanto más subes, más vulnerable te haces, más pequeño te sientes. A tres mil cuatrocientos ochenta y dos metros, después de una fría noche junto a la Laguna Hondera, ya nada será igual. Has tocado el techo de la península ibérica. Eres más alto que todos, y a la vez, ante esa grandeza, el más insignificante de los seres vivos. |